Una nueva pincelada. Calculada y precisa, trazaba una línea descendente de pintura escarlata sobre el lienzo, para ser rápidamente corregida por un dedo experto. Ah, perfecta. Su autor se alejó unos pasos y contempló la totalidad de su obra henchido de orgullo. Estaba dedicándole mucho esfuerzo. Sería la culminación de su carrera, su obra maestra. Volvió a acercarse al lienzo, y aplicó más pintura en la zona central de la enorme composición, cubriendo pinceladas rojas ya existentes. Capa sobre capa, el óleo dibujaba y desdibujaba formas como un ser vivo en constante evolución. El artista tenía la creciente sensación de que la dedicación y el cariño hacia esa obra se estaban convirtiendo en una obsesión. Pero también sabía que se lo debía; ella le encumbraría como artista, y a cambio debía entregarse a ella, conquistarla como a una amante exigente. Sin embargo seguía inacabada, siempre permanecía inacabada; y así seguiría hasta que, juntos, alcanzaran la perfección.
Trasladó unos instantes la mirada al paisaje que veía desde su taller, en la planta superior de su residencia. La ciudad se extendía hacia la negrura del horizonte bajo un índigo cielo nocturno, contrastando con su estancia bañada en los tonos dorados de las velas que la atestaban. Hacía meses que contemplaba la vida urbana bullir sin mezclarse en ella, tan absorto como estaba en su creación. Su mundo se había transformado en un enorme lienzo que ocupaba la mitad de su taller. Obra y artista compartiendo aquel momento y lugar como una sola criatura. Tras la breve distracción, volvió a zambullirse en su trabajo.
--Señor, le traigo la cena --le interrumpió la voz de un criado desde el pasillo, al otro lado de la puerta. Sobresaltado, al artista se le movió el trazo. Tumbó enfurecido el taburete y se precipitó a abrir la puerta. Casi la arrancó de sus goznes, agarró al criado de la camisa, zarandeándolo y lanzándolo lejos, con lo que hizo volar por los aires la bandeja con la cena.
Cerró la puerta con un portazo que sacudió el taller y derribó algunas velas cercanas. Una cayó dentro de un cesto lleno de lienzos, y éstos empezaron a arder. Aunque el artista se apresuró a intentar apagar el fuego con varios paños, pronto se extendió por todo su material de pintura. Los botes de pintura y de disolvente estallaron como fruta madura. Desesperado, el artista pateó las llamas e intentó apartar los objetos incendiados de su obra. Pero con ello sólo logró chamuscarse las manos. El fuego no tardó en alcanzar el lienzo, crepitando a su alrededor mientras lamía, una a una, las capas de pintura. El artista casi podía sentir el lamento desesperado de su obra, como una demanda de auxilio, aunque en su impotencia era incapaz de otra cosa que no fuese dar vueltas enloquecido por el taller. El criado pedía ayuda desde el pasillo.
Poco después llegaron varios sirvientes más con cubos de agua. Intentaron sacarle de allí, pero esquivó todos sus intentos. El calor y el terror redujeron al artista a un esclavo de sus instintos, y cuando se abalanzó sobre su obra devorada por el fuego, ésta se desgarró. Un aguijonazo recorrió el cuerpo del hombre al tiempo que el magnetismo que le unía a ella se rasgaba, dejando sólo vacío y un vértigo que lo derribó.
La habitación se había convertido en un infierno. Las llamas lo devoraban todo a su paso. Un criado volvió a intentar sacarle de allí y esta vez se dejó arrastrar. El lienzo hecho jirones pareció instarlo a marcharse, como si se hubiera sacrificado para salvarle. ¡Se sentía tan débil y aturdido! Por fin en el exterior, halló consuelo en la brisa que acariciaba su rostro ampollado y empapado de lágrimas. Creyó oír un último lamento proveniente del taller que ardía recortado contra la oscuridad de la noche. La despedida de su obra, liberándole de las cadenas que él mismo había trazado entre ellos.
