Las risas masculinas que, hasta un momento antes inundaban el salón, se habían ido a dormir. El anfitrión tropezaba con los soldados guardianes de las lámparas de aceite que iluminaban el camino hasta sus aposentos. La borrachera le hizo desistir de entrar en la habitación de su joven esposa. Sabía que no podría cumplir pues ya eran muchos los años vividos, como treinta o así creía, y más aún las veces que el vino sin agua había dejado en un quiero y no puedo, su libido.
Jimena suspiró, relajándose. La insistencia en copular ebrio era frustrante. Ella solo quería que los encuentros en el lecho fueran rápidos y escasos. Necesitaba pensar. Guardaba tantos secretos que se veía incapaz de decidir qué hacer ¿Huir? ¿Sin nadie? Caería enferma. ¿Apostar por una vida en orden? Moriría de pena.
Habían transcurrido dos navidades desde sus esponsales, por lo que en la primavera cumpliría los diecisiete años ya. El único viaje lo realizó sola para despedir a su madre, fallecida en el parto del que sería su único hermano, tras haber dado a luz seis niñas.
El regreso fue doloroso y triste. María se acercó, para ofrecerle consuelo.
María era mayor. La deprimida dueña solo sabía de ella que tenía conocimientos de medicina, principalmente atendiendo partos y que, pese a su belleza, no había contraído matrimonio. Durante los primeros días, María acompañó a Jimena, en silenciosos paseos. Poco a poco, la muchacha comenzó a hablarle de su soledad, de su amor por la música y la lectura.
María le explicó que su esposo y sus suegros requerían de Jimena, un heredero pues no consentirían que fuera alguno de los bastardos que rondaban al señor quien si hiciera con el título. Debía explorarla. La aprendiz de doctora le comentaba que físicamente no encontraba impedimento para que se quedara encinta. Las conversaciones continuaron, cada día más cercanas; según iban cayendo las tardes, más íntimas.
Ese atardecer, fue Jimena quien pidió un nuevo examen. Al sentir las manos palpando sus blancas caderas, la atrapó con sus piernas. María levantó la cabeza y encontró una sonrisa que la animó a, gateando por su cuerpo, escalar hasta la meta, su boca. Desapareció la capacidad de pensar. Suave, comenzaron a recorrerse; La calma inicial dio lugar a la ansiedad. Desconocían este éxtasis y sin embargo, sabían que debían moverse más y más deprisa, pues el premio, estaban seguras, merecería la pena.
Los gemidos, los lamentos de placer se entremezclaban con el susurro de sus nombres María, Jimena.
Las despertaron, los golpes en la puerta:
—Señora, debe vestirse para la cena. El señor está esperando que le acompañe en la bienvenida a los invitados.
María asintió callada y, sigilosamente, se escurrió de la mullida cama para vestirse. Sabía que nadie entendería lo que ahí había sucedido. Había visto como los afeminados fueron perseguidos, ridiculizados y castigados en el nombre de Dios. No recordaba haber presenciado juicio alguno a mujeres que se amaran, pero no correría el riesgo de ser ultrajada y menos aún, que algo así le sucediese a Jimena. La miró, tan hermosa mientras se embutía en una preciosa bata.
—Bien, Clara. Ahora abro. Me he quedado dormida; id a buscar el vestido azul. Está en el cuarto del fondo.
La ginecóloga entregó un pequeño beso en los carnosos labios de la anfitriona, y desapareció antes de que la criada volviera.
En la cena, su marido rió y bebió en exceso, sin percatarse de la mudez de su señora. A la hora de los postres, la doncella alegó encontrarse indispuesta. Débil mujer tengo, pensó el dueño.
Jimena continuó despierta, oliendo las sábanas. Mantenían el calor de su amor. Comprendía que estaba absolutamente enamorada de María. Aún le costaba entenderlo. Una mujer. Que la escuchaba, con quien reía y aprendía. A quien deseaba y que quería volver a besar y acariciar. Recordar la pasión de mimos volvía a encender la llama. Si pudiera echar la culpa a su esposo, pero jamás la maltrató, simplemente veía en ella a la mujer que debía fecundar.
Los torpes pasos de su marido acercándose a su puerta se pararon ante la madera. No abrió. Jimena cerró los ojos y suspiró.
Pronto tendría que darles las nuevas. ¿Qué hacer, para que su amante pudiera quedarse a su lado? Un único encuentro y sentía que era el amor de su vida. ¿Experimentaría ella la misma pasión? Las mañaneras arcadas de esta semana. ¿Soportaría la amada ver crecer la criatura de ese otro que osaba hablar de ella como de su propiedad? Necesitaba descansar; mañana haría público su embarazo. Posando sus manos en el liso vientre, sabía que renunciaría a ser feliz mas no arriesgaría la vida de ese pedacito de ella. El llanto fue la nana que la durmió esa noche.

pues vuelve!! :)
jaja. Dificultades económicas me lo impiden, pero ya me compré una hucha en forma de cerdito 😉
Por algo se empieza!)