Me empecé a caer a finales de Septiembre, cuando mi padre me soltó, que había alguien en su vida. Como si en estos meses yo no me hubiera dado cuenta de sus cambios y de sus extraños movimientos. El aguacero vino porque ese alguien ya estaba en casa con él y me estaba otorgando a mí el privilegio de ser la que informara a mi pobre madre antes que le fueran con el chisme. Intentando relativizar el tema desde un ángulo real, decidí posponer las dos conversaciones pendientes.
Mi imparable descenso iba a proseguir cuando mi conviviente desde hacía unos meses, supuesto novio desde algo más y amante de años, me informaba que iba a abandonar mi hogar, la razón, que estaba empezando a sentir algo por una compañera y no se quería equivocar. Claro, es verdad, que los hombres no se equivocan, son mártires absolutos sufridores de las circunstancias. Siempre supe que esto iba a acabar mal, y pronto, pero eso no te ayuda para nada con la hostia emocional que te comes aunque la veas venir.
Colapsada de mentiras y acertijos masculinos, se me estaba empezando a hacer difícil lo de creer en el género masculino, en plural. Ya dudaba sobre si era válido creer en mí, me quedaba mi madre, salvadora de todo.
De fuerte ya estaba empezando a pensar que me estaba convirtiendo en bambú, menos mal que no tenía ningún oso panda ni koala alrededor, porque seguro me hubiera comido sin que me enterara, mejor dicho, sin que pudiera hacer nada de tanto bloqueo mental al que me estaba sometiendo este mes triste y aburrido.
El golpe final era que llegaban mis 40 otoños y llevaba como media vida planeando pasar ese día en Islandia, viendo auroras boreales, porque todo el mundo, ósea yo, sabe que el día de mi cumple es cuando mejor ser ven en el norte de esa isla. Este palo ya me lo había llevado hacía meses, cuando por temas de trabajo y salud tuve que asumir que este año viajar era inviable o imposible, para que suavizarlo.
De nuevo la resiliencia estaba en mi yo interior poniendo a prueba mi capacidad de reaccionar, iba a pasar mi cumpleaños casi sola, mi madre, siempre ahí, y en mi casa encerrada, evidentemente sin ganas de ver a nadie, ni de tarta ni velas y menos soportar video llamadas y tontunas varias de ser feliz porque hoy toca.
A lo mejor me tocaba a mí volverme mala y bruja y despiadada y de una vez hacer lo que me apeteciera y no lo que todos esperaban que hiciera. Por extraño que pareciera algo dentro de mí estaba deseando que llegara el invierno, quizás su frio helara todo y no sintiera nada.