El escribano torció su nariz aguileña. La puerta que daba acceso a su ordenado despacho permanecía ahora abierta y dando entrada a un pestilente olor. El funcionario era un hombre muy sensible, llegando incluso a bañarse una vez al mes aunque supusiera una gran disgusto para su señora madre, pues de todos era sabido, en palabras de la matriarca, que el diablo aprovechaba cualquier acto indecoroso y absolutamente innecesario para quedarse pegado en el alma del buen creyente.
Tras ese hedor, apareció un caballero. Sus medias sin agujeros, unas calzas de terciopelo negro y una limpísima capa corta conjuntaban con el espléndido anillo de su mano derecha. Y, sin embargo, su boca escupía insultos y blasfemias que encajaban perfectamente con el aroma que le acompañaba.
—¿Me oléis, verdad? Pardiez ¿Cómo no hacerlo? ¿Veis que aspecto, el mío? ¿Y pensáis que es la primera vez? Pues no. Cuento hasta cinco ataques los sufridos. Claro, no lo llamaríais así; pues no hay sangre, ni mi vida corre peligro. Pero ¿y mi honra? ¿Mi buen nombre? Quiero denunciar estas ofrendas. Exijo que el Juez, incluso el Corregidor dé curso a mi reclamación e investigue qué malandrín está provocando tamaña humillación. Acudiré a la Chancillería de Valladolid si fuera preciso ¿Comprendéis?
—Señor, no dudo que tengáis asunto grave que denunciar pero es necesario un orden —señaló el afectado ayudante de la ley y el orden, intentando compaginar la apertura del ventanal con atender rápidamente al maloliente denunciante—. Debéis señalarme vuestro nombre, los hechos y lugar de lo acontecido y, considero conveniente, informarme de esos otros encuentros desagradables que habéis sufrido, si no han sido denunciados. Y, por supuesto, vuestras sospechas respecto a los autores que así os han dejado.
El hombre arrogante y olvidando que aspecto tan lamentable tenía, ocupó la silla que hasta ahora se había librado de sus posaderas. El funcionario se retiró un poco y se juró cambiar el asiento por cualquier otro que hubiera en el Juzgado.
—No conozco quien tan mal me quiera ni el motivo de todo esto. Soy don Anselmo de Cuellar, Caballero de Castilla nombrado por el difunto Rey y, como veis, he sido atacado echándome encima el contenido de no menos de diez bacines. En esta ocasión, se dio a mi entrada en la calle del Codo. Pero, en ocasiones anteriores, se dieron en otros lugares. Dejadme pensar...
—Antes de informar a esta parte de los anteriores encontronazos, querría insistir. ¿No habrá algún sujeto a quien se haya sentido ofendido por vos? Queda claro que es una cuestión absolutamente personal. Quizá una alcahueta o un sirviente insolente?
—¿Lo decís en serio, escribiente? Los conflictos que sí te tenido se han solventado con tres duelos de los que he salido victoriosos. La servidumbre y gentes de la plebe no merecen un ápice de mi tiempo ni el vuestro en sopesar si se sienten mancillados. No olvidéis nunca que soy un noble. Si os parece continuareis tomando nota de los hechos que he ido sufriendo en estos últimos meses.
Así continuó hablando durante treinta minutos hasta que, concluida su exposición, salió a la Plaza Mayor. Fuera le esperaba un hermoso corcel al que montó y, al galope, casi huyó sintiendo las miradas de mofas de aquellos con los que se cruzó. No distinguió a nadie, aldeanos, artesanos, mujeres o niños. Tampoco reconoció a la joven que había estado pacientemente esperando su salida. Apoyada en una de las columnas que formaban el soportal la muchacha, hija de unos campesinos que trabajaban las áridas tierras del sur, perteneciente al Señor de Cuellar, musitó hacia la estela del noble: “Marchad a retiraros, otra vez, lo que tanto os asquea. Mas seguiré persiguiéndoos, caballero del mal, y continuaré ensuciándoos tanto como pueda. Así lo juro ante Dios, por lo que me hicisteis, ensuciando de vos, mi cuerpo”.

Merche