El cierre de la puerta de entrada intentó despertarla sin demasiado éxito. Laura, entre sueños, recordó que, una vez más, Lorenzo se marchaba el fin de semana a unas jornadas. Se acurrucó mimosa en los brazos de Morfeo un ratito más.
A las 14 horas cerraba el establecimiento donde trabajaba de lunes a viernes, por las mañanas. Las maniquíes vestidas con insinuantes conjuntos o divertidos conjuntos de algodón esperarían su vuelta. La mujer respondió al sonido del wasap. Una de las esposas farmacéuticas preguntaba que si a alguna se apetecía mantener la cena de chicas del sábado, aunque no se hubieran marchado los maridos a esa exposición en Andalucía. Marisa publicó muchas caritas llorando y un corto texto “Yo no puedo. Cuñados en casa viendo el futbol”. Las respuestas continuaron apareciendo sin que Laura prestara atención alguna. Afortunadamente, siempre aparcaba frente la tienda así que, casi ahogándose, consiguió entrar en su Mini. No había viaje de negocios. ¿Dónde estaba, entonces, su marido? El buzón de voz respondió a su angustiosa llamada. En el fondo, ella sabía.
Laura consiguió llevar sin estamparse contra una farola, a la rampa de entrada a su garaje. No se molestó en guardar el coche. Abrió las puertas, la principal, cocina y despensa. Se sirvió la primera copa de Ribera que caería esa tarde. Descalza, encogida en una esquina del mullido sofá gris, miraba su teléfono mudo de llamadas o mensajes de él. El shock la llevaba al borde del precipicio, hipnotizada por el vacío que tiraba de ella. Tras beberse más de media botella y llorar, muriéndose de pena, se durmió hasta que a las 12 o la 1 quizá, se despertó sobresaltada. Vio los restos de su borrachera en la mesita. Sacó del armarito negro, la manta del sofá y volvió a dormirse.
El sol la despertó de mala manera sin tener en cuenta la resaca. Cuando los dedos se quejaban arrugados de los diez minutos de caliente ducha, se percató que no se había desvestido, que el día de antes no había comido nada y que era una mujer engañada.
Arropada con el albornoz, se hizo un café y masticó sin ganas un sándwich de jamón york y queso. Sintió que le costaba retener el desayuno pero respiró fuerte una, dos, varias veces hasta que se pasó. Solo cuando ya llevaba las mallas y la sudadera de estar por casa, se acercó al móvil. Ahí estaba el mensaje de él. Ya era mala suerte. Había llamado mientras ella de despejaba en la ducha.
Se sirvió otro café y decidió escuchar el mensaje:
“Hola, cariño. ¿Me llamaste ayer? Ya sabes que el primer día es difícil estar pendiente del teléfono, las credenciales y esas cosas. Saludos de los chicos de la oficina. Mañana llegaré sobre las seis de la tarde. Podías reservar en el Anclas para cenar. Besos. Me llaman. Chao”.
El chillido de la dueña de la casa asustó a los fantasmas que pudiera haber en el hogar. Explotó, insultándole, recriminándole todo lo que vivido. A su ausencia le echó en cara su conformidad cuando le dijeron que no podrían tener hijos (¿porqué ser justa en ese momento? Mejor él, el culpable). Le preguntó quién era la otra, pero no deseaba saberlo. Se insultó por tonta, por ciega, por entregada, por…infinitas palabras se escapaban de su boca con la ira del engaño.
A lo largo de esa mañana, los mensajes de amigas, su madre y algún call center sonaron sin respuesta. Continuaba enfadada con su discurso hiriente.
Se obligó a comer una ensalada y a dormir un poco, que resultó una siesta larga. Al despertarse, la rabia seguía consumiéndola así que comenzó a abrir los cajones y a tirar la ropa de él al suelo. Continuó con las camisas, colgadas en el armario. Ya no podía parar. Bajó las cajas donde guardaban, debidamente etiquetadas, la ropa de no temporada. Todo fuera. El suelo de la habitación de ambos fue desapareciendo convirtiéndose en un muestrario de ropa de hombre. El sol, de nuevo se fue y ella volvió al sofá, acompañada de una única copa de vino y una pizza precocinada. El cansancio la llevó de nuevo a dormir sin sueños.
El silencio de las ocho de la mañana la despertó en su tercer día de suplicio. Había llorado, insultado, rabiado. Y no había pensado en ella y su futuro. Debía empezar. Desayunó fuerte tras la ducha. Pan tostado con tomate y sal. Un chorrito de aceite, y su café salvador. Cabeceando, fue cogiendo una a una todas las maletas que había en casa.
A las 17:30 horas había terminado de guardar toda la ropa en las maletas. Parecía mentira que una vida cupiese en las 5 maletas y el bolsón.
17:45 horas. Cogió el móvil. Buscó el grupo de las esposas farmacéuticas. Sin más explicaciones, pues ya habría tiempo para hablar con alguna de ellas más adelante, dio a la opción: Salir del grupo. Borrar grupo. Ojos que no ven, corazón que no siente.
Las 18 horas. Abrió la puerta de la entrada, y trabajosamente, sacó los bultos. Esperó. La seductora sonrisa de él se transformó en seriedad al ver las maletas. Cuando tenía toda su atención, ella le cerró la puerta con todas las ganas. Chao. Sonrió, suerte que había desactivado el timbre.