La primavera septentrional había llegado a la Tierra. Los campos labrados, que mostraban un color y textura de una rodaja de pan untada con crema de cacao, se llenaban del verde reluciente de las vitales hojas de hierba. Salpicando el paisaje, cuales pecas en las mejillas de una chica sonrosada, las camelias se abrían con un rojo lozano que traía mensajes de nuevas aventuras. Los cerezos en flor se dejaban mecer por la suave brisa que trazaba sueños con los pétalos que volaban. El cielo, pesado y mudo, se colmaba de las alegres canciones de los gorriones. Y el polen, ahora libre de los capullos, atraía a las abejas obreras como si un hechizo se hubiese lanzado, tiñendo los parajes antes mortecinos de amarillo vida.
Pero en Marte, aunque la primavera ya llevase acariciando el hemisferio norte desde hacía meses, todo seguía igual: rojo, polvoriento y solemne.
Eso es lo que pensaba Baltasar Sandemetrio, conocido como el primer marciano de la historia, aunque a él le daba repelús que le llamaran así.
A veces pensaba en cómo estaría la campiña en la que pasó jugando tantas tardes con sus amigos. Y mientras se rascaba la cabeza y dejaba escapar un bostezo atiborrado de pasividad, las gentes de su pueblo natal no paraban de estornudar y de maldecir ese molesto polvo amarillo que se metía por todas partes.
Sentado frente la puerta del invernadero, Baltasar observaba los tallos tiernos de judías emparrarse muy arriba, la luz blanca de los leds centellear en las exuberantes curvas de las berenjenas, los taciturnos pepinos que colgaban aún verdes, los bultos de los pimientos rojos abonados con los mejores nutrientes en base a los deshechos de un marciano saludable... ¡Humano! Se obligó a pensar, y las ideas escaparon de su boca:
—Ve a la NASA, que seguro te cogen, me dijeron. Alístate a la NASA, con tu currículum te pillan seguro, me dijo Gregorio. Tienes las mejores calificaciones del país, puedes llegar donde quieras. Gracias, mamá. Ya estoy aquí. ¡Tanto estudiar para payés!
Baltasar se levantó enfadado y se fue hacia la cocina.
—Me metieron esta tontería en la cabeza. ¡Me lo dijeron todos ellos! —murmuró mientras la taza emitía un cloc opaco al dejarla sobre la bandeja de la máquina de café.
Puso una cápsula de un Lungo intenso y apretó el botón de encendido. El run run que musitaba el aparato le calmó. Cogió el café recién hecho, le agregó dos cucharadas de azúcar y removió, abstrayéndose en el tostado aroma que fluía entre el repiquetear cristalino de la cuchara.
Ni de un sorbo pudo disfrutar cuando una voz cayó sobre él como una maldición.
—Correo urgente de la NASA —profirió.
Baltasar se levantó angustiado, abrió el ordenador portátil y leyó el e-mail.
—¡Diantres! ¿Es hoy? ¡Es hoy!
Hizo un giro brusco, mirando el desorden de la base, el café salió volando y cayó sobre el ordenador. El chof resultante del líquido al empapar la membrana del teclado guardaba un matiz lúbrico, y precedió una comparsa de bip bip’s fundiéndose en un puff.
—¡Tengo que ordenarlo todo!
Lavó los platos y las bandejas de comida congelada, escondió las revistas porno, puso una lavadora, corrió hacia el lavabo y volvió al cabo de media hora sudando… y cuando creía tenerlo todo bajo control, sonó el timbre de la puerta.
—¡Qué querrán a estas horas!
Al otro lado aparecieron dos seres con piel de rana y bocas anchas.
—¡Bienaventurado, señor marciano! —saludó uno de ellos.
Baltasar apretó los dientes y pensó para sus adentros: “Humano, soy humano”.
—¿Qué diantres queréis a estas horas?
—Venimos a ofrecerle esta interesante guía intergaláctica, en ella encontrará doscientos mil millones de —la voz desapareció detrás de la puerta, que Baltasar cerró de golpe, pero los alienígenas siguieron hablando—, de sistemas solares. ¿Qué? Benditos humanos, siempre tan amables… si es que…
Los alienígenas volvieron a su nave y se largaron en dirección a la Tierra, cruzándose por el camino con una nave de la NASA con un cometido especial que marcaría un antes y un después para la historia de la Humanidad.
Baltasar, pensando que habría alguna mujer guapa en esa tripulación, con un poco de suerte, se adecentó, vistió y perfumó con Eau d’étoile rouge.
Volvió a sonar el timbre y fue a abrir la puerta con paso presumido. Al otro lado apareció un hombre de piel clara, largos hilos de plata por melena y barba de un blanco aún más brillante.
—Disculpe que le moleste, amigo —dijo el hombre con una voz que inspiraba sabiduría—, me he perdido, ¿puede usted indicarme hacia donde queda el Monte Olimpo?
—A ver, Zeus, querido, ya es la quinta vez este año. Es hacia allí, ¡hacia allí! Donde caen rayos y truenos.
—Te estoy muy agradecido, si supieras —su voz se perdió en la barba, opacada por un “¡lárgate ya!” de Baltasar que se encerró de nuevo en la base.
Pasaron los minutos y, en el exterior, un Dios que volaba con los dedos cruzados a su espalda, chocó contra una nave de la NASA perdiendo otra vez la orientación. El piloto le enseñó el dedo medio y una mueca desaprensiva, haciendo una maniobra brusca para aterrizar frente la base de Baltasar, quién abrió la puerta con esperanzas de ver una rubia despampanante., o quizá una pelirroja de piel rosada.
Los hombres fueron entrando a la base. Uno detrás del otro. Se quitaron los cascos y Baltasar conoció un hindú, un chino, un japonés con aires de superioridad, un negro más negro que el café que se había intentado tomar y un ruso que dijo: ¡Nos vamos a diverrrtirrr!