
Teresa Olalla y Toñi Álamo son las ganadoras de esta semana.

La geografía de mi alma
Teresa Olalla
Mi cuerpo es el mapa de los accidentes geográficos de mi alma. No quiero que ella lo descubra; estoy detrás del biombo con los vaqueros y las braguitas perfectamente doblados en el taburete. Mis piernas desnudas me van a delatar, siempre lo hacen, es imposible ocultar lo que el dolor ha provocado en mi piel.
—¿Te has tumbado ya? —Su voz llega desde el otro lado del biombo como si estuviera a diez mil kilómetros de mi realidad.
Cierro los ojos. Respiro. Está esperando, pero no estoy lista, no puedo dejarla pasar.
Miro la camilla. Aunque me tape con la ridícula sabanita de celulosa, en cuento coloque los pies en los estribos verá el desfiladero de mis muslos; en ellos están los surcos que provocaron el abandono del primer chico. Nunca me acompañó el don de la palabra; explicar la cuenca que me produjo su rechazo hubiera sido demasiado complicado para mí. Solo había una forma de apaciguarme. Cogí el cúter de mi padre; sentir el primer instante del escozor de la piel separándose y ver brotar mi sangre por la herida como un manantial era el bálsamo que necesitaba.
No es fácil ser como soy. Sentir que me araña respirar, me escuece pensar, me quema la lava que hay bajo mi piel. No comprenden que me duela vivir; yo no comprendo que a ellos no les duela.
La primera vez que logré sentir paz, paz de verdad, fue a los trece años. Había quedado con mis amigas para ir a la piscina. Vi mi cuerpo adolescente a medio hacer en el espejo, amorfo, sin gracia y con las piernas cubiertas de vello negro. No vi un paisaje hermoso en ese reflejo. Unté mi piel con jabón y cogí la cuchilla de mi madre. Apuré la pasada, noté como la Gillette rasgaba mi piel; el rojo brilló radiante sobre la capa blanca del jabón que quedaba en la espinilla. Una leve descarga en el corazón acompañó a un «¡Ay!» apenas susurrado. Luego todo se calmó. Eso es lo que debe sentir un yonqui cuando la heroína recorre sus venas: un oasis en medio del desértico mono; esa anestesia que te aleja de un mundo abrupto. Cuando se rompen las fibras de mi piel llega el silencio.
Para cuando mi madre se percató de la dolina de mi alma ya no podía llevar faldas. Una visita a un psiquiatra, un diagnóstico prematuro y la falta de respuestas por mi parte terminaron con las maquinillas de afeitar, todas las tijeras y algún que otro cuchillo bajo llave. Tenía prohibido estar sola en la cocina, la intimidad de mi habitación y del baño se volatilizaron. En una casa sin pestillos pensaron que no me haría más daño. No se dieron cuenta de que no hace falta una pistola para matar a alguien. El dolor persistía en mí como una garrapata hambrienta. Cuando mi madre me descubrió rasgándome la piel del glúteo con mis uñas me hizo una manicura extrema e ideó unas manoplas para ponérmelas por la noche.
Los vecinos se comparecieron de mis padres al escucharme gritar cuando una noche tiré abajo mi dormitorio buscando una maldita cuchilla. ¿Cómo era posible que no lo vieran? Me dolía tanto que rompí el espejo del baño dibujando una falla profunda en mi muslo. Según se abría la piel, yo sentía la calma que precede al siguiente seísmo, pero mi madre lloraba. Lloraba porque no comprendía que fuese capaz de dañar el cuerpo que sentía como propio. Terminé en urgencias con la visita de otro psiquiatra que como un exorcista moderno trató de sacar al demonio de mi cuerpo con ansiolíticos.
Pero el dolor del alma no se cura con pastillas. Yo no tengo ninguna enfermedad mental. Yo lo que quiero es que deje de doler.
—¿Puedo pasar ya? —Su voz se camufla de amabilidad.
Escucho cómo se acerca. Sus pasos ya no están a diez mil kilómetros. Quiero marcharme de aquí, pero no me da tiempo, veo sus pies tras el biombo. Me tumbo en la camilla y me tapo con la sabanita.
—Bien —dice—, tienes que poner los pies en los estribos, eso es, echa el culete más para abajo.
Me mira y sonríe. Me tenso hasta parecer un bloque de cuarzo. Se pone los guantes de látex y se sienta frente a mí.
—Es la primera revisión, ¿verdad? No estés nerviosa. En unos minutos habremos acabado —Me vuelve a sonreír.
Su cabeza desaparece tras mis rodillas. Ahora, me duele porque lo va a ver, verá un mapa que no será capaz de leer. Nunca lo entienden. Veo aparecer sus ojos de nuevo. Su mirada horrorizada me lo confirma. No ve los accidentes geográficos de mi alma si no un conjunto desordenado de heridas y cicatrices.

Un nuevo amanecer
Toñi Álamo
Me esperan en el vestíbulo. Tu padre levanta la mano a modo de saludo tan pronto bajo
del taxi en la puerta. Me dedica una sonrisa lánguida y melancólica. Rodea los hombros de
tu madre con su brazo protector. Ella siempre ha sido una mujer menuda, pero esta
mañana la templanza y valentía que emana a medida que me acerco, la hacen parecer
más alta. Mis pasos se detienen frente a ellos, no puedo evitar que mis ojos, que creía ya
secos después de estos días, vuelvan a llenarse de lágrimas. Ella me abraza, llenando mi
corazón del calor de una madre, como lo ha hecho contigo en tus casi cincuenta años de
vida. Como lo ha hecho cada uno de estos días junto a mí, intentando con su calor
devolverte a nosotros, pero tú no regresas.
—Vamos cariño, no llores más. Él no querría verte así, hoy no —susurra dulcemente
mientras me abraza, levanta mi rostro con su mano.
Asiento con la cabeza. Intento no derrumbarme, ojalá yo tuviera su fuerza. El hospital
está desierto a estas horas, aún no ha amanecido. El personal comienza a intercambiar sus
turnos. Las visitas no comienzan hasta dentro de tres horas más, pero tus médicos han
hecho una excepción hoy con nosotros.
Subimos las diez plantas en el ascensor. Tu madre y yo vamos cogidas del brazo, cada una
el contrafuerte de la otra, impidiendo un derrumbe en cualquier momento. Tu padre no se
separa de su lado. Podría parecer que intenta confortarla con su mano en la espalda, pero
tú y yo sabemos que es al revés, es él quien busca las fuerzas que le faltan con su
contacto. Al llegar a tu planta, tu madre besa con ternura mi mejilla y aprieta mi brazo
con fuerza. Yo le devuelvo el gesto. Los tres avanzamos por el pasillo recorriendo despacio
los doscientos metros más duros hasta tu puerta.
—Entrad vosotros primero. Tomaos el tiempo que necesitéis, aún queda una hora
para que amanezca —digo a tu madre con mi mano en su brazo.
—¿Seguro, cariño? —pregunta sorprendida.
—Luisa, sois sus padres, necesitáis intimidad. Yo puedo esperar unos minutos más
—respondo con una sonrisa tranquilizadora.
Creo que es importante que estén a solas contigo, y si te soy sincera yo necesito tomar
aire, empiezo a notar que las piernas no me sostienen igual. Ya no hay vuelta atrás.
Parece increíble que hayan pasado menos de veinticuatro horas desde la conversación con
tus médicos, desde que esa losa de realidad cayera a plomo. Tu cerebro, ese que había
sido capaz de las ideas más ingeniosas para hacerme reir, el mismo que ideó la pedida de
mano más desastrosa del mundo, el que se negaba a aprender inglés, el que era una fiera
en todo lo relacionado con la informática, el mismo que consiguió encontrar la manera de
que empezara a creer en mí, ese cerebro, había decidido dejar de funcionar. Sólo las
máquinas a las que te conectaron desde que entraste en coma tras el accidente, hace dos
semanas, te mantenían con vida. Los tres lloramos mares después de esa conversación,
pero estuvimos de acuerdo, no tenía sentido retenerte más. Luego, a solas contigo, tomé
la decisión más difícil de mi vida.
Tus padres salen de la habitación cogidos de la mano. Sus ojos están enrojecidos. Doy un
beso a cada uno antes de entrar, mi mente susurra «lo siento». Un pellizco enorme atrapa
la boca de mi estómago, ya falta menos. Mi mano tiembla en el picaporte de la puerta.
Los pitidos de la máquina que controla los latidos de tu corazón y el fuelle cilíndrico del
respirador, son la banda sonora que inunda la habitación.
—Hola cariño, ya estoy aquí —te hablo con la confianza de que sientes mi
presencia, de que puedes oírme—. Ya queda poquito para que salga el sol, voy a descorrer
las cortinas para que podamos verlo.
Sé cuánto te gusta la luz del amanecer, esa luz rojiza que se va mezclando con el violeta
hasta volverse rosada, para acabar regalando tonos dorados que iluminan todo poco a
poco. Por eso rogué a tus médicos que fuera a esta hora. No tardarán mucho. Mientras
deslizo las cortinas que cubren el ventanal, no puedo dejar de observarte. Pareces
dormido como la marmota que siempre has sido. Saco mi móvil del bolsillo, busco nuestra
canción. La voz de Van Morrisson nos envuelve «I’ve been searching a long time…, for
someone exactly like you…». Me tumbo a tu lado de costado, con mi cabeza en tu pecho
para escuchar tu corazón, como cada noche en casa, como en cada siesta. Mis párpados
empiezan a pesar, habrán pasado dos horas desde que tomé las pastillas. No quiero seguir
caminando sin ti. Estoy lista para recibir contigo nuestro nuevo amanecer.